En el mundo de la hotelería, he visto cómo lo que alguna vez se consideró lujo ha cambiado radicalmente. Hubo una época en la que bastaba con ofrecer habitaciones amplias, ropa de cama de calidad y un buen restaurante para impresionar a los huéspedes. Pero hoy, esos elementos son solo el punto de partida. El verdadero lujo ha evolucionado, y ahora se encuentra en algo intangible, casi mágico: la capacidad de despertar emociones.
Esto no se trata de ofrecer más, sino de ofrecer algo diferente, algo único. Vivimos en la era de la economía de la experiencia, donde la clave del éxito ya no radica en qué tan cómodas son nuestras instalaciones, sino en cómo hacemos sentir a nuestros huéspedes. Porque al final del día, lo que un viajero llevará consigo no es el recuerdo de un colchón cómodo, sino el impacto emocional que vivió durante su estancia.
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Esto me lleva a una reflexión: ¿qué tan preparados estamos para competir en un mercado donde el principal valor de cambio es la emoción? Si nos limitamos a ofrecer lo que otros ya tienen, quedaremos obsoletos. Y lo digo sin tapujos: los hoteles que no sean capaces de crear experiencias memorables no sobrevivirán a esta nueva realidad.
La pregunta clave no es qué ofrecemos, sino cómo lo ofrecemos. Y, sobre todo, cómo hacemos sentir a las personas mientras lo ofrecemos. Un huésped no recordará el check-in más rápido, pero sí recordará si el recepcionista se tomó el tiempo para preguntarle cómo estaba después de un largo viaje o si supimos anticiparnos a una necesidad sin que lo pidiera.
Hace poco leí un dato que me pareció contundente: el 57% de los clientes están dispuestos a pagar más por una experiencia personalizada (Deloitte). Esto confirma algo que todos sabemos pero a veces ignoramos: las emociones no tienen precio.
No obstante, este cambio hacia la economía de la experiencia no significa que debamos obsesionarnos con innovaciones tecnológicas o lujos extravagantes. Todo lo contrario. A veces, los momentos más simples son los que dejan una huella más profunda.
Piensa en esto: ¿cuánto cuesta realmente el esfuerzo de un miembro del staff que se toma el tiempo para recordar el nombre de un huésped y lo llama por él durante toda su estancia? O la iniciativa de preparar un pequeño detalle en la habitación porque alguien mencionó en su reserva que está celebrando un aniversario. Estas cosas no cuestan mucho, pero tienen un valor incalculable porque son emocionales, no transaccionales.
La experiencia no se compra; se diseña. Y en esa creación está nuestro verdadero desafío. En mi opinión, los hoteleros a menudo subestimamos el poder de los detalles pequeños, los gestos inesperados y las conexiones humanas sinceras. Nos distraemos con elementos visibles —renovaciones arquitectónicas, mobiliario, gadgets tecnológicos— y olvidamos que el lujo más preciado es hacer que alguien se sienta único y especial.
Para mí, apostar por la emoción como lujo significa cambiar el enfoque:
- De servicios a vivencias. Un desayuno no es solo comida; es el momento en que el huésped inicia su día. ¿Cómo podemos hacerlo especial?
- De lo estándar a lo personalizado. No todos los viajeros buscan lo mismo. ¿Por qué no adaptarnos a sus preferencias, incluso en cosas simples como el aroma del jabón o el tipo de almohada?
- De transacciones a conexiones. No somos solo proveedores de servicios; somos creadores de recuerdos.
Cuando pienso en lo que viene para la industria, veo una oportunidad inmensa para quienes entiendan que el lujo del mañana será mucho más humano y menos material. Esto no significa que debamos ignorar la tecnología, sino integrarla de manera que enriquezca las conexiones personales.
Por ejemplo, la inteligencia artificial puede ayudarnos a anticipar necesidades, pero nunca reemplazará la calidez de un gesto auténtico. Un mensaje automatizado de bienvenida no tiene el mismo impacto que una sonrisa genuina o un detalle pensado específicamente para ese huésped.
Como hoteleros, tenemos la posibilidad —y la responsabilidad— de liderar este cambio hacia una economía donde las emociones sean el epicentro. Y aunque crear experiencias memorables no siempre es fácil, creo firmemente que es el camino más sostenible y rentable para nuestra industria.
El verdadero lujo no se mide por lo que ofreces, sino por cómo haces sentir a las personas
Esa, en mi opinión, es la brújula que debería guiar cada decisión en nuestros hoteles. Porque si logramos emocionar, logramos conectar. Y cuando conectamos, creamos huéspedes que no solo regresan, sino que nos recomiendan, nos defienden y nos eligen una y otra vez.